Adelanto un primer borrador de la introducción a mi futuro libro sobre los miedos

“Aquel que obtiene una victoria, sobre otro hombre es fuerte, pero quién obtiene una victoria sobre si mismo es poderoso”. Laò-Tse

“Contra lo oscuro, fracasa el yo”. Rilke 

PARA QUÉ SIRVE EL MIEDO. QUÉ SENTIDO TIENE

Vamos a darnos permiso para hacer una metáfora muy poco original y en algunos aspectos incorrecta, pero muy expresiva a la hora de entender para qué sirve el miedo: la de comparar al ser humano con un ordenador. En esta comparación «tan creativa», el cuerpo humano, y en especial el sistema nervioso -del cual el cerebro es la parte principal-, equivaldrían al hardware, y la mente –el producto de la actividad del sistema nervioso- sería el software. Como ejemplo nos puede ser útil si prescindimos del hecho de que, a diferencia de lo que ocurre en un ordenador, en el ser humano el software sí puede modificar el hardware: por ejemplo, si te pones a aprender un idioma, la zona del cerebro que se ocupa de ello se desarrolla; o si empiezas a trabajar como taxista crecerá la zona que se ocupa de la imaginación espacial para memorizar calles y recorridos, como se comprobó en un famoso experimento en el cual se efectuó la autopsia a taxistas londinenses –eso sí, previamente fallecidos-.

Continuando con esta metáfora, el miedo sería un software –un «paquete de programas»-destinado a evitar peligros antes de que se produzcan, o a reducir la exposición a ellos si ya se están produciendo. O lo que es lo mismo, a evitar situaciones, a protegerse durante las mismas, a huir de ellas, o incluso a atacar para finalizarlas por la vía rápida. De nacimiento disponemos de esta serie de «programas mentales» que forman parte esencial de nuestro «sistema operativo», están grabados a fuego en nuestra biología y su finalidad es detectar situaciones de peligro y posibles amenazas, y ayudarnos a superarlas con éxito… biológico, se entiende. Es decir, con lo que un mamífero inferior –un ñu, un antílope, un perro…- consideraría un éxito, que en general tiene poco que ver con el tipo de éxito que necesitamos hoy los humanos.

Para conseguir ese éxito biológico, estos programas se nutren tanto de la propia experiencia como de la experiencia de los otros –a través de relatos, mitos, tradiciones, consejos de mentores y líderes…-, con el fin de ir creando y alimentando incesantemente un «archivo» de situaciones de riesgo que permita prevenirlas anticipadamente. Y la palabra «anticipadamente» es muy importante: la máxima utilidad del miedo es evitar, es anticiparse a los peligros. Se trata de que el león no te coma, porque si ya te está devorando lo cierto es que el miedo ya no te sirve de gran cosa.

Salvo en casos de ciertas disfunciones psiquiátricas, como por ejemplo en psicopatías, el miedo es un compañero fiel desde el mismo momento de nuestro nacimiento. Tener miedo es lo normal y carecer de él es algo patológico. Aunque la ciencia ha demostrado que ya nacemos con algunos miedos «pregrabados» en nuestra biología, la gran mayoría los «aprendemos» viviendo. Podríamos decir que –salvo las citadas excepciones- nacemos con el mecanismo del miedo, y luego vamos decidiendo durante toda nuestra vida a qué queremos tener miedo, a qué cosas y situaciones aplicamos ese mecanismo. Por ejemplo, en un parque una madre ve a su hijo jugando con un perro de una raza de las consideradas peligrosas; el niño está tranquilo, es inconsciente, pero su madre se asusta y le dice « ¡cuidado con el perro!». Entonces el niño se asusta y se pone a llorar… ¿Qué ha grabado en su mente ese niño? ¿Este perro es peligroso? ¿Los perros como éste son peligrosos? ¿Los perros son peligrosos? ¿Todo lo que sea negro y de cuatro patas es peligroso?… ¡Quién sabe! Quizás ni el mismo llegará ser enteramente consciente a lo largo de toda su vida.

Lo normal es ir adquiriendo nuevos miedos –ir «ampliando el catálogo»- con la experiencia: a lo largo de nuestra vida vamos recogiendo nuevos posibles motivos de peligro, engrosando poco a poco nuestra colección. Por eso, parte de la natural pérdida de energía por la edad, con los años sueles tender a volverte más temeroso. Sin embargo, también del mismo modo existen antiguos miedos que se van desvaneciendo lentamente a medida que su recuerdo se difumina, desapareciendo de nuestra memoria por completo. Otros en cambio, sólo se adormecen… hasta que algo los despierta y recuperan toda su virulencia.

El miedo es uno de los principales mecanismos de defensa de la vida, y debemos estar muy agradecidos por tenerlo. Sin el miedo no hay supervivencia posible. Entonces, ¿por qué tiene tan mala prensa? La razón es que su forma de funcionar suele hacer que nos sintamos mal si no le hacemos caso, pero también si se lo hacemos. Por eso no lo queremos en nuestra vida. Nuestra relación con el miedo es ambivalente: intuimos que está ahí para ayudarnos,… pero al mismo tiempo lo rechazamos. La misma vida que nos da el miedo a la vez nos exige arriesgar. Y en lugar de integrar ambas cosas como partes inseparables del mismo mecanismo vital, nos creamos una visión polarizada: la ilusión y el valor son «buenos», las inseguridades y el miedo son «malos». Los primeros son «virtudes», los segundos son «defectos». A los primeros los queremos, a los segundos no…

Pasamos gran parte de nuestra existencia debatiéndonos entre ambos polos. Más adelante veremos por qué nos ocurre esto, pero ahora lo importante es ser conscientes de que sin darnos cuenta algo nos empuja a aceptar y a enorgullecernos de una parte de nuestra naturaleza, y a rechazar y avergonzarnos de la otra. ¡Eso! de «la otra», que tiene el mismo derecho a existir porque es tan parte de nosotros -y quizás incluso más- que la primera. Por eso no nos sorprende la cantidad de energía y el esfuerzo que acabamos dedicando a «superar» la inseguridad, a «vencer» el miedo -los anglosajones utilizan una expresión muy gráfica, «conquistar el miedo», que también implica luchar contra él a brazo partido-. ¡Cuántos relatos de héroes, cuántos rituales iniciáticos! ¡También cuánta ocultación, cuánta vergüenza, cuántas «comidas de coco»!

De hecho, la capacidad de enfrentarse al miedo ha servido durante milenios para medir cuánto «vale» una persona -su «valor», su «valía», su «validez»…-. Tal parece que no habría valor sin miedos que superar. Cuando no hay miedo, en lugar de valor tenemos inconsciencia. Cierto, rechazamos el miedo, pero… ¿Vemos algún mérito en la inconsciencia? ¿Nos parecería el ser inconscientes un objetivo tentador? ¿Le gustaría que aquellos a quienes más quiere fueran inconscientes? A veces admiramos a inconscientes tomándolos por valientes: es común que una observación superficial confunda ambas cosas cuando causan conductas similares. Pero no son lo mismo, el valor exige todo un trabajo interior de superación personal, que a su vez nos obliga a hacernos conscientes de nuestras fuerzas y de nuestras limitaciones, para enfrentarnos a ellas y llegar más allá de lo que parecía posible a priori. Por este motivo el miedo es el mejor creador de consciencia que tenemos: seamos agradecidos con él, porque sin él no hay consciencia… aunque también puede convertirse en el mejor destructor de consciencia. Veremos cómo funciona esto un poco más adelante.

El objetivo de estas páginas será trascender el aparente juego «sí a la ilusión-no al miedo» para encontrar otros caminos que nos lleven a integrar ambas polaridades, y así mejorar nuestra gestión día a día. Se me ocurre una imagen automovilística: las personas somos como vehículos automáticos, sin cambio de marchas, que tienen sólo dos pedales, el acelerador y el freno. El primero sería la ilusión y el segundo el miedo. ¿Me compraría usted el coche más divertido del mundo –sólo ilusión-, al que le hubiéramos quitado la parte aburrida, el freno? ¿No? ¿Me compraría entonces el coche más seguro del mundo –sólo freno-, sin acelerador? ¿Tampoco? Seguro que no tendría ningún problema jamás, lo dejaría en su aparcamiento y nunca le ocurriría ningún accidente… ¡Es evidente, para «conducir» nuestra vida necesitamos usar los dos pedales! La buena conducción se basa en saber manejar ambos con consciencia y con habilidad, de manera integrada, y mirando bien a la carretera… pero esto –que tiene toda la lógica del mundo- lo solemos perder de vista y no suele ser intuitivo en nuestra vida.

Queda claro, pues, que el miedo forma parte de nuestra naturaleza y que está ahí porque es necesario para sobrevivir. Sin embargo, por nuestra más compleja manera de ser con respecto a los demás mamíferos, también es la auténtica «zona de fricción» entre los instintos vitales y los impulsos que nacen de nuestra mente creativa, que nos empujan a explorar, a probar, a descubrir, a arriesgar… y también a aburrirnos si en nuestra vida domina demasiado la rutina. Parece que está en nuestra naturaleza el deseo de meternos en líos, y lógicamente a nuestros miedos no les falta el trabajo.

En conclusión, aunque intuitivamente lo que nos apetece es librarnos del miedo, esto sería un error garrafal. Afortunadamente no es posible, podemos librarnos de «un» miedo, pero «del» miedo. Forma parte de los mecanismos esenciales de la vida y lo necesitamos a nuestro lado. Sí es cierto que deberemos solucionar ese miedo bloqueante que surge de los intentos fallidos por controlarnos. Para lograrlo, en realidad lo que tendremos que hacer es todo lo contrario a lo que nos pide la intuición, es decir, escucharlo, aceptarlo y darle su espacio, para que nos aporte consciencia… y después saber cómo hacer para que no nos interfiera a la hora de decidir y de actuar.

No se trata de no tener miedo, sino de que el miedo no nos nuble la mente ni nos frene en la acción.

¡Podemos aprender cómo hacerlo, podemos tener al miedo de nuestra parte, y no en contra! Esta es la filosofía y es el sentido de este libro.